Yellow Brick Road {Blogs colaboradores, capítulo 2}
[No te dejes arrastrar a Kansas si no quieres ir]
La flauta dorada descansa sobre la mesa del conservatorio y mi reflejo distorsionado parece juzgarme más que otra cosa. Frunzo el ceño y agacho la vista. Las clases últimamente están siendo cada vez más exigentes, o yo rindo menos, y no sé qué me pasa. Me encantaría poder fusionarme con mi escritorio y desaparecer. Hoy, y desde hace unas semanas, siento que nada de lo que hago sale bien.
Noto un golpe en la cabeza con un folio. Robyn está ahí cuando alzo la vista y la hoja se posa en el hueco donde estaba antes mi cabeza. Mientras ella se sienta a mi lado yo leo.
— Así que una fiesta universitaria, ¿no? — Alzo una ceja, sin saber de qué me sorprendo. Si hay una fiesta en un radio de 50 kilómetros, Robyn se entera. Sonrío. Yo suelo ser siempre quien la sigue y no sé qué haré el día en el que acabemos el conservatorio y nuestros caminos se separen. Tal vez es otra cosa que me asusta de sentir que ya no encajo en el conservatorio, tener miedo de perderla a ella. Sé que es un miedo absurdo, sobre todo porque sigue siendo mi jefa, pero ahora mismo pensar en un día en el que no nos veamos suena el fin del mundo. Es mi mejor amiga, a fin de cuentas.
— Seguro que te encanta.
— Te va a encantar a ti, no mientas.— Le saco la lengua. No solo será a ella, pero eso ambas lo sabemos. Y, la verdad, me vendría bien beber, aunque no tenga la edad necesaria en esos sitios nadie se fija. Además, solo me queda un año y unos meses, seguro que pueden hacer la vista gorda, ¿no?
Recojo mis cosas, esta vez asegurándome de llevar conmigo la flauta. El estuche me pesa en la mochila, una carga que últimamente me cuesta llevar a rastras. Pero sin embargo siento que hoy tal vez es diferente. Ese tipo de ambientes seguro que desata la inspiración y añade otras muchas fotografías al muro de mi habitación.
Frente a la universidad hay un parque que siempre está lleno de gente, pero esta vez siento que nunca había visto una fiesta tan intensa. Varios de mis compañeros pasean con las fundas de sus instrumentos a las espaldas, mientras que otros seguramente hayan dejado abandonado el instrumento en pos de la fiesta. A lo lejos suena música folk y supongo que haya algún concierto cerca.
Es extraño, pero por primera vez en mucho tiempo tengo ganas de bailar. Me aparto de Robyn, que dice algo de unas bebidas, y voy hacia el escenario. La música me envuelve a medida que me aproximo y, cuando llego entre la multitud, puedo sentir la adrenalina, la música resonando en mi pecho con una cadencia que se me hace hasta natural. ¿Cuánto hacía que no sentía escalofríos con una canción? No dudo en sacar mi móvil y capturar algunos de esos momentos: a las chicas que lo dan todo en el escenario, a Robyn bailando o a las dos sonriendo mientras mostramos nuestras copas. Da igual, solo quiero quedarme en este momento, esta felicidad que pensé que no iba a recuperar.
Antes de sentirme culpable me bebo la primera copa de un trago: mejor no pensar en nada más allá de la música. Mi amiga parece seguirme y ambas nos mezclamos entre la multitud, bailamos como si no hubiera mañana y cantamos la letra de la canción cuando llega el estribillo. Incluso coincido con algunos compañeros que nos saludan como si no estuviéramos preocupados por los examenes, por las audiciones o por el futuro en general. Es extraño darnos cuenta de que, en este instante, no lo estamos. Parece que por fin podemos divertirnos.
Nos sentamos en un corro todos los de la banda, cada uno con la funda de su instrumento cerca.
— La última vez que estuvimos así, todos juntos, debió ser el año pasado.— Comenta Rose, una joven violonchelista. Asiento.
— Cuando hicimos una gira por la costa este, sí. Al final estábamos tan agotados que nos sentamos en el parque a tomar el aire.— Añado. Me acuerdo de ese día, de las risas. Es un recuerdo tan intenso que al pensar en él también sonrío y parte de la emoción que me contagió en su momento vuelve ahora a mí.
— ¡Es verdad! Robyn estaba tan borracha que cogió mi trompeta e intentó tocarla.
— ¡Culpable! — Replica mi amiga, sentada a mi lado. Le guiña un ojo a Alex, que ha hablado.— Aunque también había otras cosas que quería tocar.
Todos reímos con suavidad ante su comentario, aunque puedo apreciar el sonrojo en la aludida y la sonrisa pícara de Robyn al morder su pajita. Nunca cambiará, supongo.
— Podríamos hacer eso.— Dice de golpe Rose, sorprendiéndonos a todos.
— ¿Tocar “la trompeta” de Alex?
— No, Robyn, controla las hormonas. Decía tocar cada una el instrumento de otra.— Frunzo el ceño, observando al resto de miembros de la banda. Rose parece dispuesta a cambiarse y varios llevan la funda de sus instrumentos al frente. Incluso yo he cogido la mía: fina y estrecha, dentro descansa un instrumento musical muy importante para mí, que perteneció a mi tía y guarda un gran significado en mi familia. Incluso aunque sienta que algo falla conmigo y la música que sale de ella, ceder la flauta dorada me causa una cierta intranquilidad.
Pero también están las ganas de divertirme, que acaban haciendo que abra los cierres de la funda con cuidado y deje ver la flauta en su interior. William se acerca, ofreciéndome su ukelele a cambio, y sonrío, accediendo al cambio. Creo que no hay nada más distinto entre la flauta y el ukelele, como si la primera fuera una obra compleja y elegante y el ukelele fuera sencillo e informal.
Paso los dedos por las cuerdas de nylon, intentando adivinar si está afinado. Todos tenemos esa misma cara de falta de compresión. Cuando veo a Rose intentando entender la trompeta de Alex o a Robyn con un oboe se me escapa la risa, consciente de que todos estamos igual de perdidos. Se me pierde un poco la vergüenza cuando logro sacar la primera escala musical en condiciones, disfrutando de cada sonido. ¿Cómo es que no habíamos pensado esto antes?
Muevo las manos por el pequeño mástil del Ukelele, sin saber si lo estoy haciendo bien o no y mirando a William. Él apenas sabe colocar las manos sobre los botones y las notas que le salen son todavía más desafinadas que las mías con el ukelele. Ya que estoy a su lado, lo mejor será que le ayude. Dejo su ukelele a un lado y alzo mis manos, colocando sus dedos para que toque un la.
— ¿Ves? Sé que es complicado, pero seguro que acabas logrando sonar bien.— Añado con una sonrisa. Él agradece el gesto y cuando toca, la música no es tan estridente como antes, suena suave y… hasta decente.— Enhorabuena. ¿sabrás moverte desde ahí?
— Me las apañaré.— Me responde, enseñando una sonrisa con la que muestra los dientes claros.— ¿Sabrás tu tocar el ukelele?
— Habrá que intentarlo.— Le respondo. Repito los mismos acordes que hace un instante, bromista, esperando que se burle de mi poca capacidad, pero cuando alzo la vista noto que está casi sorprendido. ¿Suena tan bien para fuera como me parece a mi?
— Es… ¿nunca has tocado el ukelele?— Me pregunta tras una pausa.
— Claro que no. Seguro que mis padres se lo tomarían a broma.— Respondo, antes de darme cuenta de lo mal que debe sonar eso.— No te ofendas.
— No lo hago. — Me responde con una sonrisa, acercándose. — Tal vez deberías plantearte tocarlo más a menudo. No me importaría enseñarte cómo suena “somewhere over the rainbow” en una de estas maravillas.— Acaricia su ukelele, pero no puedo evitar notar que nuestras manos están peligrosamente cerca. La oferta no ha sido todo lo inocente que pretende hacerme ver, tampoco. Tal vez es el alcohol, pero le sonrío de vuelta.
— Puede que tenga que intentarlo. Quién sabe, puede que tenga que dejar de lado la flauta dorada.
Aunque el comentario lo dijera en broma, hay una extraña inquietud en mí al decirlo, sintiendo que tal vez hay más verdad de la que quiero expresar en ese comentario. Las manos no se van del ukelele, que con su música ha logrado devolverme la sonrisa después de mucho tiempo sin querer tocar.
La flauta dorada descansa sobre la mesa del conservatorio y mi reflejo distorsionado parece juzgarme más que otra cosa. Frunzo el ceño y agacho la vista. Las clases últimamente están siendo cada vez más exigentes, o yo rindo menos, y no sé qué me pasa. Me encantaría poder fusionarme con mi escritorio y desaparecer. Hoy, y desde hace unas semanas, siento que nada de lo que hago sale bien.
Noto un golpe en la cabeza con un folio. Robyn está ahí cuando alzo la vista y la hoja se posa en el hueco donde estaba antes mi cabeza. Mientras ella se sienta a mi lado yo leo.
— Así que una fiesta universitaria, ¿no? — Alzo una ceja, sin saber de qué me sorprendo. Si hay una fiesta en un radio de 50 kilómetros, Robyn se entera. Sonrío. Yo suelo ser siempre quien la sigue y no sé qué haré el día en el que acabemos el conservatorio y nuestros caminos se separen. Tal vez es otra cosa que me asusta de sentir que ya no encajo en el conservatorio, tener miedo de perderla a ella. Sé que es un miedo absurdo, sobre todo porque sigue siendo mi jefa, pero ahora mismo pensar en un día en el que no nos veamos suena el fin del mundo. Es mi mejor amiga, a fin de cuentas.
— Seguro que te encanta.
— Te va a encantar a ti, no mientas.— Le saco la lengua. No solo será a ella, pero eso ambas lo sabemos. Y, la verdad, me vendría bien beber, aunque no tenga la edad necesaria en esos sitios nadie se fija. Además, solo me queda un año y unos meses, seguro que pueden hacer la vista gorda, ¿no?
Recojo mis cosas, esta vez asegurándome de llevar conmigo la flauta. El estuche me pesa en la mochila, una carga que últimamente me cuesta llevar a rastras. Pero sin embargo siento que hoy tal vez es diferente. Ese tipo de ambientes seguro que desata la inspiración y añade otras muchas fotografías al muro de mi habitación.
Frente a la universidad hay un parque que siempre está lleno de gente, pero esta vez siento que nunca había visto una fiesta tan intensa. Varios de mis compañeros pasean con las fundas de sus instrumentos a las espaldas, mientras que otros seguramente hayan dejado abandonado el instrumento en pos de la fiesta. A lo lejos suena música folk y supongo que haya algún concierto cerca.
Es extraño, pero por primera vez en mucho tiempo tengo ganas de bailar. Me aparto de Robyn, que dice algo de unas bebidas, y voy hacia el escenario. La música me envuelve a medida que me aproximo y, cuando llego entre la multitud, puedo sentir la adrenalina, la música resonando en mi pecho con una cadencia que se me hace hasta natural. ¿Cuánto hacía que no sentía escalofríos con una canción? No dudo en sacar mi móvil y capturar algunos de esos momentos: a las chicas que lo dan todo en el escenario, a Robyn bailando o a las dos sonriendo mientras mostramos nuestras copas. Da igual, solo quiero quedarme en este momento, esta felicidad que pensé que no iba a recuperar.
Antes de sentirme culpable me bebo la primera copa de un trago: mejor no pensar en nada más allá de la música. Mi amiga parece seguirme y ambas nos mezclamos entre la multitud, bailamos como si no hubiera mañana y cantamos la letra de la canción cuando llega el estribillo. Incluso coincido con algunos compañeros que nos saludan como si no estuviéramos preocupados por los examenes, por las audiciones o por el futuro en general. Es extraño darnos cuenta de que, en este instante, no lo estamos. Parece que por fin podemos divertirnos.
Nos sentamos en un corro todos los de la banda, cada uno con la funda de su instrumento cerca.
— La última vez que estuvimos así, todos juntos, debió ser el año pasado.— Comenta Rose, una joven violonchelista. Asiento.
— Cuando hicimos una gira por la costa este, sí. Al final estábamos tan agotados que nos sentamos en el parque a tomar el aire.— Añado. Me acuerdo de ese día, de las risas. Es un recuerdo tan intenso que al pensar en él también sonrío y parte de la emoción que me contagió en su momento vuelve ahora a mí.
— ¡Es verdad! Robyn estaba tan borracha que cogió mi trompeta e intentó tocarla.
— ¡Culpable! — Replica mi amiga, sentada a mi lado. Le guiña un ojo a Alex, que ha hablado.— Aunque también había otras cosas que quería tocar.
Todos reímos con suavidad ante su comentario, aunque puedo apreciar el sonrojo en la aludida y la sonrisa pícara de Robyn al morder su pajita. Nunca cambiará, supongo.
— Podríamos hacer eso.— Dice de golpe Rose, sorprendiéndonos a todos.
— ¿Tocar “la trompeta” de Alex?
— No, Robyn, controla las hormonas. Decía tocar cada una el instrumento de otra.— Frunzo el ceño, observando al resto de miembros de la banda. Rose parece dispuesta a cambiarse y varios llevan la funda de sus instrumentos al frente. Incluso yo he cogido la mía: fina y estrecha, dentro descansa un instrumento musical muy importante para mí, que perteneció a mi tía y guarda un gran significado en mi familia. Incluso aunque sienta que algo falla conmigo y la música que sale de ella, ceder la flauta dorada me causa una cierta intranquilidad.
Pero también están las ganas de divertirme, que acaban haciendo que abra los cierres de la funda con cuidado y deje ver la flauta en su interior. William se acerca, ofreciéndome su ukelele a cambio, y sonrío, accediendo al cambio. Creo que no hay nada más distinto entre la flauta y el ukelele, como si la primera fuera una obra compleja y elegante y el ukelele fuera sencillo e informal.
Paso los dedos por las cuerdas de nylon, intentando adivinar si está afinado. Todos tenemos esa misma cara de falta de compresión. Cuando veo a Rose intentando entender la trompeta de Alex o a Robyn con un oboe se me escapa la risa, consciente de que todos estamos igual de perdidos. Se me pierde un poco la vergüenza cuando logro sacar la primera escala musical en condiciones, disfrutando de cada sonido. ¿Cómo es que no habíamos pensado esto antes?
Muevo las manos por el pequeño mástil del Ukelele, sin saber si lo estoy haciendo bien o no y mirando a William. Él apenas sabe colocar las manos sobre los botones y las notas que le salen son todavía más desafinadas que las mías con el ukelele. Ya que estoy a su lado, lo mejor será que le ayude. Dejo su ukelele a un lado y alzo mis manos, colocando sus dedos para que toque un la.
— ¿Ves? Sé que es complicado, pero seguro que acabas logrando sonar bien.— Añado con una sonrisa. Él agradece el gesto y cuando toca, la música no es tan estridente como antes, suena suave y… hasta decente.— Enhorabuena. ¿sabrás moverte desde ahí?
— Me las apañaré.— Me responde, enseñando una sonrisa con la que muestra los dientes claros.— ¿Sabrás tu tocar el ukelele?
— Habrá que intentarlo.— Le respondo. Repito los mismos acordes que hace un instante, bromista, esperando que se burle de mi poca capacidad, pero cuando alzo la vista noto que está casi sorprendido. ¿Suena tan bien para fuera como me parece a mi?
— Es… ¿nunca has tocado el ukelele?— Me pregunta tras una pausa.
— Claro que no. Seguro que mis padres se lo tomarían a broma.— Respondo, antes de darme cuenta de lo mal que debe sonar eso.— No te ofendas.
— No lo hago. — Me responde con una sonrisa, acercándose. — Tal vez deberías plantearte tocarlo más a menudo. No me importaría enseñarte cómo suena “somewhere over the rainbow” en una de estas maravillas.— Acaricia su ukelele, pero no puedo evitar notar que nuestras manos están peligrosamente cerca. La oferta no ha sido todo lo inocente que pretende hacerme ver, tampoco. Tal vez es el alcohol, pero le sonrío de vuelta.
— Puede que tenga que intentarlo. Quién sabe, puede que tenga que dejar de lado la flauta dorada.
Aunque el comentario lo dijera en broma, hay una extraña inquietud en mí al decirlo, sintiendo que tal vez hay más verdad de la que quiero expresar en ese comentario. Las manos no se van del ukelele, que con su música ha logrado devolverme la sonrisa después de mucho tiempo sin querer tocar.
Buen capítulo, parece que la protagonista está un poco indecisa sobre su futuro como flautista y es bueno que haga la prueba con otros instrumentos. A lo mejor encuentra el que más le gusta y termina siendo ukelelista. Si es que esa palabra existe.
ResponderEliminarA ver cómo sigue la historia.
¡Saludos!