Recuerdos {Relato Corto}
[Existen recuerdos agridulces que nunca desearías olvidar]
El coche se detuvo de mala manera frente a la verja de entrada de la residencia de ancianos, y al instante la joven, en el asiento trasero, se removió. Podía sentir el ambiente colarse por las rendijas del aire acondicionado y envolverla con esa sensación de tristeza que siempre le acompañaba durante las horas que pasaban allí, necesitando incluso ducharse para deshacerse de esa sensación en su piel.
Su padre suspiró al verla, pero ella intentó no fijarse. También veía sus ojos cansados de encontrarse siempre con una mujer senil que una vez había sido su madre, pero algunos días no parecía capaz de hilar en sus recuerdos hasta reconocer el rostro del hijo al que había cuidado. Por eso ella tampoco quería entrar: temía el día en el que fuera ella la desconocida.
Sin embargo bajó del coche, que quedó mal aparcado sobre la acera. Lo miró como un último refugio, pero sabía que en breves tampoco sería así. Su abuela esperaba en la parte superior de las escaleras de entrada a la residencia, con sus manos apretando la cadena del bolso negro que siempre llevaba, con los hombros hundidos y la vista perdida en el horizonte. Algunas veces no sabía si no llevaba gafas para poder tener una excusa si no reconocía el rostro de aquellos que siempre habían estado a su lado.
Esbozó una sonrisa tierna, pese al dolor de su pecho y las ganas de dar media vuelta. Siempre lo hacía, sonreír para ella pese a que esa sonrisa se borrara en su recuerdo al día siguiente. Su abuela siempre correspondía al gesto, y cuando se acercaba y tomaba sus manos entre las suyas arrugadas creía que volvía a reconocerla. Besaba su mejilla siempre al tiempo que se presentaba.
— Hola abuela, soy yo, tu nieta.— Murmuró, notando el nudo en su garganta al hablar.— Hoy comes con nosotros, papá ya ha reservado en el restaurante de siempre.
Si recordaba cuál era ese restaurante o no, también era un misterio, y no quería descubrirlo. Volvieron a bajar despacio las escaleras que segundos antes habían subido, su padre cogido del brazo de su abuela. El tiempo siempre parecía correr más despacio a su lado, pero bien podía ser que tenían que llevar un paso lento para evitar sobresaltos.
Ya en el coche, la joven mantuvo la vista baja, intentando distraerse. El olor estaba ya cubriendo todo el coche, entremezclado con el perfume fuerte de su abuela estaba esa sensación de desconcierto que siempre la perseguía, mezclada con el aire de tristeza que a veces envolvía la residencia. Habría bajado la ventana de no ser por el frío de invierno que podría colarse sin remordimientos en el coche.
— Qué día tan bonito hace.— Habló entonces su abuela, sacándola de sus pensamientos.— Recuerdo cuando paseaba junto al mar con tu padre… bueno, y tu abuelo. La ciudad ha cambiado mucho.
— Pero el mar sigue siendo el mismo.— Sonrió su padre, e incluso a ella se le contagió una pequeña sonrisa. Habían escuchado más veces esos comentarios, pero eran una brizna de esperanza, de no haber perdido del todo a la persona que querían.— ¿Quieres pasear un poco después de comer? Podemos tomarnos luego la merienda en una de las terrazas.
— Estaría bien, sí.
El sol se coló en el coche, calentando parte de los asientos y las piernas de la joven tras el asiento del conductor. Se giró para evitar deslumbrarse, observando a su abuela revisando su bolso como de costumbre. Tenía ciertas manías, y algunos temores de haberse olvidado algo, como el teléfono móvil o la cartera. También tenía una pequeña agenda telefónica en papel que siempre se le hacía anticuada, pero que le gustaba revisar. La abrió, leyendo algunos nombres al azar, antes de volver a cerrarla con aire triste.
— ¿Ha ido alguien a buscar a tu tía?
La punzada fue más dolorosa de lo que pensó, y también escuchó a su padre tragar saliva. Su tía abuela, la hermana de su abuela, había muerto haría cinco años. Pero algunas veces ella seguía viva en los recuerdos de su abuela. Revivir ese momento dolía.
— Mamá, la tía murió hace tiempo.— Comentó su padre, con suavidad pero sin tacto. Ella pudo ver los ojos de su abuela abrirse con sorpresa, antes de hundirse de nuevo y apoyar sus manos sobre el bolso con aire cansado.
No dijo nada en aquel instante, y en el coche se hizo un silencio denso, doloroso y agotador, en parte. Todos parecían aguantar para no llorar.
— Hemos llegado ya.— Anunció su padre. Solía ser una señal para que ella bajara del coche y ayudara a su abuela a llegar al restaurante, lo que comenzaban unos 10 minutos tensos en los que la joven suplicaba por un silencio tenso pero sin preguntas incómodas ni momentos cargados de respuestas dolorosas.
Al bajar del coche aquel día, sin embargo, su abuela miró alrededor y un brillo de lucidez cubrió sus ojos. Esbozó una sonrisa y comenzó a hablar.
— Recuerdo haber comido aquí en las bodas de oro con tu abuelo. Tú estabas recién nacida. Seguro que has visto las fotos.— Ella asintió, con una sonrisa. La foto seguía decorando su salón.— La verdad es que este sitio siempre me trae buenos recuerdos.
Siguió hablando, algo animada ahora que su nieta hacía preguntas, y su hijo añadía datos que a ella se le pasaban de la conversación. Fue dificil al principio ir hilando conceptos, así como recordar cuándo fue cada cosa. Pero despacio, la historia se fue abriendo a sus ojos, y fue la voz de la anciana quien dirigía cada momento como si los estuviera reviviendo.
Merendaron, como prometieron, en una terraza mirando al mar, dejando que el sol tardío de invierno les calentara un poco antes de tener que despedirse. La caricia de su abuela en la mejilla le resultó cálida y tierna como antaño, y notarse de nuevo reconocida hizo que la joven ensanchara una sonrisa que rara vez solía compartir en aquellas veladas.
Se despidieron como comenzaron, en la parte alta de las escaleras de su residencia de ancianos. El amargor volvió despacio a su piel, preguntándose cuántos días más pasarían así, en aquella situación y con aquel dolor, pero una sonrisa agridulce se cruzó en sus labios cuando su abuela volvía a abrir su bolso y sacaba un billete de su cartera.
— A tu abuelo no le gustaban nada esos pantalones rotos.— Murmuró, cerrando el billete en su puño.— A mi me da igual, pero he recordado que le gustaba darte dinero para que te compraras unos nuevos.
Volvieron al coche, algo más frío y silencioso, y ella tomó el asiento del copiloto.
— Hacía tiempo que no la veía tan bien.— Admitió tras un breve silencio en el que iniciaron la marcha.
— Sí. Es más fácil si le muestras que hay cosas que nunca se le van a olvidar. O que nosotros no olvidaremos.
Una lágrima se escapó por la comisura de sus ojos, volviendo la mirada por la ventanilla.
Todavía recuerdo aquellos días.
El coche se detuvo de mala manera frente a la verja de entrada de la residencia de ancianos, y al instante la joven, en el asiento trasero, se removió. Podía sentir el ambiente colarse por las rendijas del aire acondicionado y envolverla con esa sensación de tristeza que siempre le acompañaba durante las horas que pasaban allí, necesitando incluso ducharse para deshacerse de esa sensación en su piel.
Su padre suspiró al verla, pero ella intentó no fijarse. También veía sus ojos cansados de encontrarse siempre con una mujer senil que una vez había sido su madre, pero algunos días no parecía capaz de hilar en sus recuerdos hasta reconocer el rostro del hijo al que había cuidado. Por eso ella tampoco quería entrar: temía el día en el que fuera ella la desconocida.
Sin embargo bajó del coche, que quedó mal aparcado sobre la acera. Lo miró como un último refugio, pero sabía que en breves tampoco sería así. Su abuela esperaba en la parte superior de las escaleras de entrada a la residencia, con sus manos apretando la cadena del bolso negro que siempre llevaba, con los hombros hundidos y la vista perdida en el horizonte. Algunas veces no sabía si no llevaba gafas para poder tener una excusa si no reconocía el rostro de aquellos que siempre habían estado a su lado.
Esbozó una sonrisa tierna, pese al dolor de su pecho y las ganas de dar media vuelta. Siempre lo hacía, sonreír para ella pese a que esa sonrisa se borrara en su recuerdo al día siguiente. Su abuela siempre correspondía al gesto, y cuando se acercaba y tomaba sus manos entre las suyas arrugadas creía que volvía a reconocerla. Besaba su mejilla siempre al tiempo que se presentaba.
— Hola abuela, soy yo, tu nieta.— Murmuró, notando el nudo en su garganta al hablar.— Hoy comes con nosotros, papá ya ha reservado en el restaurante de siempre.
Si recordaba cuál era ese restaurante o no, también era un misterio, y no quería descubrirlo. Volvieron a bajar despacio las escaleras que segundos antes habían subido, su padre cogido del brazo de su abuela. El tiempo siempre parecía correr más despacio a su lado, pero bien podía ser que tenían que llevar un paso lento para evitar sobresaltos.
Ya en el coche, la joven mantuvo la vista baja, intentando distraerse. El olor estaba ya cubriendo todo el coche, entremezclado con el perfume fuerte de su abuela estaba esa sensación de desconcierto que siempre la perseguía, mezclada con el aire de tristeza que a veces envolvía la residencia. Habría bajado la ventana de no ser por el frío de invierno que podría colarse sin remordimientos en el coche.
— Qué día tan bonito hace.— Habló entonces su abuela, sacándola de sus pensamientos.— Recuerdo cuando paseaba junto al mar con tu padre… bueno, y tu abuelo. La ciudad ha cambiado mucho.
— Pero el mar sigue siendo el mismo.— Sonrió su padre, e incluso a ella se le contagió una pequeña sonrisa. Habían escuchado más veces esos comentarios, pero eran una brizna de esperanza, de no haber perdido del todo a la persona que querían.— ¿Quieres pasear un poco después de comer? Podemos tomarnos luego la merienda en una de las terrazas.
— Estaría bien, sí.
El sol se coló en el coche, calentando parte de los asientos y las piernas de la joven tras el asiento del conductor. Se giró para evitar deslumbrarse, observando a su abuela revisando su bolso como de costumbre. Tenía ciertas manías, y algunos temores de haberse olvidado algo, como el teléfono móvil o la cartera. También tenía una pequeña agenda telefónica en papel que siempre se le hacía anticuada, pero que le gustaba revisar. La abrió, leyendo algunos nombres al azar, antes de volver a cerrarla con aire triste.
— ¿Ha ido alguien a buscar a tu tía?
La punzada fue más dolorosa de lo que pensó, y también escuchó a su padre tragar saliva. Su tía abuela, la hermana de su abuela, había muerto haría cinco años. Pero algunas veces ella seguía viva en los recuerdos de su abuela. Revivir ese momento dolía.
— Mamá, la tía murió hace tiempo.— Comentó su padre, con suavidad pero sin tacto. Ella pudo ver los ojos de su abuela abrirse con sorpresa, antes de hundirse de nuevo y apoyar sus manos sobre el bolso con aire cansado.
No dijo nada en aquel instante, y en el coche se hizo un silencio denso, doloroso y agotador, en parte. Todos parecían aguantar para no llorar.
— Hemos llegado ya.— Anunció su padre. Solía ser una señal para que ella bajara del coche y ayudara a su abuela a llegar al restaurante, lo que comenzaban unos 10 minutos tensos en los que la joven suplicaba por un silencio tenso pero sin preguntas incómodas ni momentos cargados de respuestas dolorosas.
Al bajar del coche aquel día, sin embargo, su abuela miró alrededor y un brillo de lucidez cubrió sus ojos. Esbozó una sonrisa y comenzó a hablar.
— Recuerdo haber comido aquí en las bodas de oro con tu abuelo. Tú estabas recién nacida. Seguro que has visto las fotos.— Ella asintió, con una sonrisa. La foto seguía decorando su salón.— La verdad es que este sitio siempre me trae buenos recuerdos.
Siguió hablando, algo animada ahora que su nieta hacía preguntas, y su hijo añadía datos que a ella se le pasaban de la conversación. Fue dificil al principio ir hilando conceptos, así como recordar cuándo fue cada cosa. Pero despacio, la historia se fue abriendo a sus ojos, y fue la voz de la anciana quien dirigía cada momento como si los estuviera reviviendo.
Merendaron, como prometieron, en una terraza mirando al mar, dejando que el sol tardío de invierno les calentara un poco antes de tener que despedirse. La caricia de su abuela en la mejilla le resultó cálida y tierna como antaño, y notarse de nuevo reconocida hizo que la joven ensanchara una sonrisa que rara vez solía compartir en aquellas veladas.
Se despidieron como comenzaron, en la parte alta de las escaleras de su residencia de ancianos. El amargor volvió despacio a su piel, preguntándose cuántos días más pasarían así, en aquella situación y con aquel dolor, pero una sonrisa agridulce se cruzó en sus labios cuando su abuela volvía a abrir su bolso y sacaba un billete de su cartera.
— A tu abuelo no le gustaban nada esos pantalones rotos.— Murmuró, cerrando el billete en su puño.— A mi me da igual, pero he recordado que le gustaba darte dinero para que te compraras unos nuevos.
Volvieron al coche, algo más frío y silencioso, y ella tomó el asiento del copiloto.
— Hacía tiempo que no la veía tan bien.— Admitió tras un breve silencio en el que iniciaron la marcha.
— Sí. Es más fácil si le muestras que hay cosas que nunca se le van a olvidar. O que nosotros no olvidaremos.
Una lágrima se escapó por la comisura de sus ojos, volviendo la mirada por la ventanilla.
Todavía recuerdo aquellos días.
¡Hola!
ResponderEliminarEstoy sin palabras, es un relato triste y precioso al mismo tiempo, muchísimas gracias por compartirlo <3
Besitos♥